Aeropuertos

Siempre he pensado que los aeropuertos tienen un aura especial. No sé si es esta melancolía en la mirada de la gente que se despide, esas lágrimas que se evitan sacar para aparentar ser más fuertes. No sé si son esos abrazos después de meses sin verse o las esperas hasta que te vengan a buscar. No sé si es aquella esperanza de que haya alguien cuando sales por aquellas puertas automáticas, la decepción de saber que, una y otra vez, tienes que coger un taxi o la alegría al ver que alguien a lo lejos te está llamando.  Lo que sí sé es que disfruto estando aquí sentada, esperando que me vengan a buscar y observar. Siempre me ha gustado observar. Apuntar notas mentales, imaginar posibles historias y diálogos de la vida de los otros, creer ser otra durante segundos.

Acaba de llegar un seat gris. El coche casi no ha parado y sale una niña disparada de él. Alocada. Sólo repite «abuela» y la abuela se gira, con la sonrisa más radiante que he visto en mucho tiempo. La piel de gallina. Y se funden en un lote de abrazos y besos que ni el mejor actor sería capaz de interpretar.

Aeropuertos. El lugar más contradictorio del mundo. Llegadas y salidas. Despegues y aterrizajes, forzosos o voluntarios, pero al fin y al cabo, lugares que unen y separan, que alargan o acortan el mundo, que empiezan y terminan relaciones y amoríos. Aeropuertos que se transforman en lágrimas, de tristeza y felicidad, en manos que quieren agarrar hasta la infinidad, de maletas llenas de recuerdos y esperanzas que uno no quiere olvidar, de sentimientos embarcados y, porque no, embargados por unas azafatas que, a veces, no atienden, no entienden que el corazón no sepa despegar a la vez que lo hace el avión.

Porque siempre me siento en la ventanilla. Me gusta notar el vuelco del corazón cuando divisas lugares importantes.